29 enero 2004

Camboya, bonito nombre para un paÌs, sugiere un sinfÌn de pareados: ìEstoy hasta la p...., me voy a Camboyaî, ìme gusta Camboya, porque siempre me tocan la p....î, etc. etc..

Me cuesta levantarme, como siempre. Hoy, al igual que UNICEF, he decidido dedicar un dÌa a la infancia.
Tras el ritual de cada dÌa: paseo por la piscina, lectura de periÛdico y masaje de pies, me preparo para la aventura del dÌa. Me visto de turista (pantalÛn corto, camiseta y bolsa de agencia de viajes) y salgo del hotel. Se me acerca un menda que me dice que mi taxista habitual est· ocupado, que Èl se encarga de mÌ. Por mÌ no hay problema, pienso pagar lo mismo, o menos si cuela. Le indico mi destino del dÌa: Svay Pak, tambiÈn conocido por kilÛmetro 11 (KM 11). Se trata de un poblado, por llamarlo de alguna forma, construido y habitado por vietnamitas. Ha aparecido en alg˙n programa de televisiÛn como cueva de pederastas. Quiero comprobarlo en persona y sacar mis propias conclusiones.
Pasada casi media hora de carretera, el coche reduce la velocidad y gira a la izquierda. Nos metemos por un camino de tierra, tierra en esta Època y barro el resto del aÒo. Otro giro a la izquierda y otro a la derecha. Ya tengo delante de mÌ el famoso KM 11. Una calle que no conoce el asfalto, flanqueada de edificios de una planta. Por la ventanilla veo el espect·culo, chicas por aquÌ, chicas por all·, ninguna parece interesada en mi presencia. Veo un par de tiendas, por llamarlas de alguna forma, una peluquerÌa, bueno, un sitio donde peinan gente y un par de bares. Antes de llegar al final de la calle, se me acercan chicos jÛvenes que pegan un salto para atr·s en cuanto ven mi c·mara de vÌdeo. Desde la distancia me indican que no puedo filmar nada, que apague la c·mara. Obviamente no est·n al tanto de las nuevas tecnologÌas que me permiten filmar con c·mara oculta, pero eso es otra historia. Apago la c·mara y pido excusas. Antes de bajar del coche, mi chofer me recomienda prudencia. Esto es territorio salvaje y puede pasar cualquier cosa, no hay policÌa, y la que hay est· lejos y prefiere no saber nada de esa zona. Bajo del coche y me instalo tranquilamente en un bar. Hay un pesado que lleva un rato persiguiÈndome pretendiendo ofrecerme el paraÌso en la tierra. Tiene aspecto de drogado, le sigo el rollo, no vaya a ser que se cabree y se monte la de Dios es Cristo. Si entiendo bien su inglÈs, me ofrece niÒas de todas las edades. Me dice que lo acompaÒe a una casa que hay por ahÌ atr·s. Le indico, por decir algo y escurrir el bulto, que mi ìguardaespaldasî (ya he ascendido al chofer) no me permite alejarme mucho y me obliga a estar siempre a su vista. Bebo mi coca-cola a sorbos r·pidos y entrecortados por el nerviosismo que me produce el individuo. Estoy en territorio extraÒo, en Tailandia ya le habrÌa cortado el rollo, pero aquÌ, es otra historia, soy un simple turista. En el momento en que me estoy levantando para dar una vuelta, aparece, como caÌdo del cielo, un hombre que me indica que vaya hacia una casa que hay frente al bar. No sÈ, a ciencia cierta, hacia dÛnde voy, pero por librarme del pesado drogado, cualquier lugar es bueno. El hombre abre un candado que cierra la puerta de lo que parece un garaje y me indica que entre. No hay nadie. Oigo cuatro gritos en vietnamita y aparece una joven. No me pregunta lo que quiero porque en lugar semejante sÛlo se viene a una cosa. Me invita a entrar en una habitaciÛn en la que hay dos sof·s. Van apareciendo chicas vestidas con algo que parece un pijama, no sÈ si les he interrumpido el sueÒo, pero son las cinco de la tarde y no creo que sea el caso. Hay unas cinco o seis para escoger, a cada cual m·s joven. No sÈ muy bien quÈ hacer, sigo con mi coca-cola en la mano. Bromeo con la ìjefaî de la casa. Pregunto la edad de las pobres chicas que est·n de pie frente a mÌ. Obviamente, todas tienen la edad legal para tener relaciones sexuales seg˙n mi interlocutora. No quiere pillarse los dedos por sÌ soy algo m·s que un simple turista. Mientras conversamos intento ver cu·l est· menos cohibida ante esta situaciÛn. Me pide 15 dÛlares, cosa muy significativa, ya que por una menor, nunca pedirÌa tan poco. Estoy encerrado en una casa con un candado grande como un puÒo, en un pueblo vietnamita en Camboya. Pasados diez minutos me veo obligado a elegir. Escojo la m·s risueÒa. Si se rÌe tanto, ser· que no le importa mucho la situaciÛn. Pago y subimos al primer piso. No hay apenas muebles en la sala principal. Cuatro o cinco puertas conducen a unas habitaciones bastante, o muy, penosas. Una cama, una mesilla junto a Èsta y un perchero en la pared, eso es todo lo que hay. øPara quÈ m·s? TambiÈn hay un cuarto de baÒo con ducha, pero un gigantesco cubo de agua me indica que no hay agua corriente, asÌ es.
Intento entablar una conversaciÛn por mÌnima que sea. Imposible. SÛlo logro que me diga su edad, o m·s bien, la que le han dicho que diga. Tal vez no sepa ni ella misma la edad exacta que tiene. Un ambiente ciertamente sÛrdido que no invita a nada, en cualquier caso, invita a marcharse lo m·s r·pido posible.
Le dejo hacer lo que ella considere que debe hacer.
Terminada la ìfiestaî, bajamos y la chica desaparece. Me encuentro solo, en una casa extraÒa que tiene por entrada un garaje cerrado a cal y canto, y nadie por ning˙n lado. Silencio. Ante semejante situaciÛn, me pongo a curiosear, abro un par de puertas, parecen cuartos de chicas, hay posters de grupos musicales, fotos, enseres femeninos. Pasan los minutos y sigue sin aparecer nadie. Me pongo a gritar: ìHello, hello, I wanna go homeî, ìAnybody at home?î, ìI WANNA GO HOOOMEEE!î. Finalmente aparece la seÒora de la casa que llama al hombre que me habÌa llevado hasta allÌ. Abre el candado y vuelvo a ser un hombre libre. No tardo ni dos segundos en subir al taxi. No quiero dar pie a que se me acerquen otros con ofertas ì2X1î o cosas por el estilo. Me marcho con un sabor agridulce. Por una parte, me alegra haber conocido un lugar tan peculiar, por otra parte me duele que estas chicas tengan que vivir en esas condiciones, porque, ya que se es puta, por lo menos que se viva bien.
Mientras me marcho, veo desde la ventanilla del coche un par de occidentales sentados en el bar. øAgentes de Interpol? øPuteros? øAgentes de Interpol puteros? No sÈ y me da igual. No he hecho nada ilegal que yo sepa.
Tomamos la carretera de vuelta a Phnom Penh. TodavÌa no ha anochecido, me queda algo de tiempo para pasear por la ciudad. Le indico a mi chofer, reciÈn ascendido a guardaespaldas, que me deposite cerca del paseo que bordea el rÌo. Tardamos casi media hora, no por la distancia sino por el caos de vehÌculos de todo tipo que circulan por la estrecha carretera. Entrados ya en la ciudad, veo a mi derecha un gran escenario y una multitud frente a Èste. No sÈ de quÈ se trata, y por ende, me interesa. Hago parar el coche, le doy 10 dÛlares al taxista, y Èste me mira con cara de circunstancias. En voz baja me pregunta si puedo darle m·s. Le respondo que ìni hablar del peluquÌnî, que 10 dÛlares ya es mucho por el tiempo que lo he utilizado. Hay que tener en cuenta que un dÌa entero son unos 25 $ y yo apenas he estado 3 o 4 horas. Me despido con un ìmaÒana ya hablaremosî. Cruzo la calle sorteando coches, motos, motocicletas, bicicletas y otros ingenios rodantes. Me paseo por la plaza he intento aproximarme hasta el escenario. Veo una c·mara sobre una tarima, deduzco que se trata de un programa de televisiÛn, dotes detectivescas que tiene uno. Desfilan cantantes, bailarinas, presentadores con aire almodovariano. Tiene que ser obra de JosÈ Luis Moreno, todo tiene una estÈtica muy particular, vestidos multicolores con lentejuelas, jÛvenes bailarinas (aquÌ tienen que ir m·s tapadas) que van y vienen entre un n˙mero y otro, etc. Grabo un rato con la c·mara y me voy. Mi misiÛn es otra. Tengo que encontrar a TeÛfilo el pedÛfilo.
Tras haber leÌdo el muy recomendable libro del periodista argentino Fernando Zin ìHelados y patatas fritasî, me intereso por los pedÛfilos occidentales que, por lo visto, abundan en esta ciudad. Su campo de acciÛn se circunscribe b·sicamente al paseo que hay junto al rÌo. Pongo en funcionamiento mi c·mara y la llevo en la mano de modo que parezca que no estoy grabando. El acoso de niÒos pedig¸eÒos es constante; por lo menos no ponen carita de pena para que les dÈ dinero y se rÌen de mÌ cuando los mando a paseo. No tardo en ver al primer sospechoso. Occidental, cincuentÛn, pantalÛn corto, calcetines y mocasines, curiosamente est· sentado junto a una niÒa y la que parece ser su madre o su hermana mayor. Me hago el despistado, los niÒos que se me arremolinan alrededor mÌo me ayudan, sin saberlo, en mi objetivo: quedarme allÌ a observar los movimientos del individuo. El tipejo empieza a inquietarse, m·s que nada porque ve que llevo una c·mara en la mano, y su actitud no deja de ser extraÒa. Una vez tomadas las im·genes, contin˙o mi paseo. Ya ha oscurecido mucho. Es hora de retirarme a mis aposentos, sin embargo, antes quiero pasar por uno de los pocos, o el ˙nico, supermercado con productos occidentales. Quiero comprar cuatro cosas para combatir el hambre repentina que me entra cuando regreso de mis fiestas nocturnas. Tras pasar por la caja, veo en una pared del establecimiento un panel con fotografÌas caseras. Me acerco a ver de quÈ se trata. Son fotos de ladronzuelos pillados con las manos en la masa. Posan con cara de ìyo no he sidoî junto a la mercancÌa que querÌan sustraer, debajo se inscribe lo que supongo que es su nombre. SerÌa cuanto menos gracioso aplicar esta pr·ctica en nuestro paÌs. Me imagino contemplando a la salida de Carrefour la foto de alg˙n conocido junto al juego de destornilladores y los paquetes de pilas que querÌa sustraer.
Junto al supermercado hay un nuevo restaurante de pasta. Me paro a comer unos espaguetis, curiosamente est·n buenos y saben a lo que tienen que saber, cosa que no suele suceder a menudo por estas latitudes, dÛnde los platos muestran una apariencia occidental pero a la hora de comerlos, uno se da cuenta de que est· lejos de casa.
Vuelvo al hotel, echo mi siestecita reglamentaria y me dispongo a salir. Mismo trayecto, a saber: Sharkyís, Martiniís y After Darkness. En esta ocasiÛn, por desidia, cansancio o excesiva embriaguez, no me llevo ninguna vietnamita de blanca piel (nada que ver con la piel blanca de los brit·nicos) para darle un gusto al cuerpo. El dÌa siguiente ser· sab·tico. Piscina, masaje, paseo, alguna foto y a descansar que por la maÒana hay que regresar a Bangkok, que seguro me echan de menos.

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